El silencio en el interior del vehículo era denso, como si el beso entre ellos hubiera dejado una carga eléctrica que aún vibraba en el aire. Mikhail no dijo una palabra cuando Alexandra se alejó, ni cuando la puerta se cerró tras ella. Solo se quedó allí, inmóvil, con las manos cerradas en puños y la mandíbula apretada.
Dimitri lo observó brevemente por el retrovisor, pero sabía demasiado bien cuándo no decir nada. Conocía ese rostro, conocía ese brillo en sus ojos. Era el de un hombre acostumbrado a ganar… y que por primera vez, no sabía si acababa de perder o ser desafiado de forma magistral.
—Llévame a la Empresa —ordenó al fin con voz ronca, mirando por la ventanilla, como si buscara en el asfalto una respuesta al incendio que le consumía dentro.
Pero no la encontró.
Porque Alexandra Morgan no solo lo había besado, no. Había jugado con él. Lo había dejado queriendo más, deseando como si fuera un hombre común, como si no fuera el imperturbable Baranov. ¿Y lo peor? Lo había hec