RUSIA
Mikhail Baranov despertó con un sobresalto.
El sudor cubría su frente, empapaba el cuello de su camisa, y el aire parecía no bastarle. Por un instante, el hombre que controlaba imperios sintió que el mundo se derrumbaba bajo sus pies. Su respiración era un jadeo áspero, desordenado, como si la realidad misma lo hubiera expulsado de un abismo de horror.
Tardó varios segundos en comprender que estaba en su habitación, en la Villa de Moscú, no en aquella cámara funeraria donde el rostro helado de Alexandra lo había perseguido.
Su cuerpo temblaba.
Las imágenes seguían ahí: el ataúd, la piel pálida, los labios azules, la revelación devastadora de un hijo que jamás conocería.
Era una pesadilla, lo sabía… pero la sensación no se disolvía.
Le ardía el pecho como si algo dentro de él hubiese sido arrancado con violencia.
Mikhail giró lentamente la cabeza, con miedo, con necesidad, con esa mezcla de impulsos que lo desarmaba más que cualquier bala.
Y entonces la vio.
Alexandra estaba dor