La luz tenue de la gala no alcanzaba a opacar el aura que irradiaba Alexandra Morgan al volver a la sala principal. Nadie habría imaginado que apenas minutos antes sus labios habían sido reclamados con furia y deseo por el hombre más temido de Rusia. Su andar era elegante, su postura firme, su vestido de seda negra se deslizaba como un río oscuro abrazando cada curva, y sus ojos, grandes y marrones, guardaban la tempestad bajo una máscara de serenidad absoluta.
Se acercó con calma a la mesa de copas y tomó una de champagne. Sus dedos largos y delicados rodearon el cristal como si estuviese esculpiendo el aire. Levantó la vista y con una sonrisa educada, se unió a la conversación con Antonov. Parecía una reina en medio de su corte. Nadie, absolutamente nadie, habría sospechado lo que acababa de ocurrir entre bambalinas.
A unos metros de distancia, el Rey también ya volvió, Mikhail Baranov se mantenía en pie con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Su presencia, como siempre, er