La cena fue un ritual tenso. Cada gesto, cada palabra, parecía medido. Aleksei apenas habló, y cuando lo hacía, su tono era cortante, seco. Brooke lo ignoró en la medida de lo posible, centrando su atención en Lía y en Aaron, que intentaban aligerar el ambiente con conversaciones triviales.
Pero no había nada trivial en la mirada de Aleksei. Ni en la forma en que su atención se detenía, una y otra vez, en cada movimiento de Brooke.
Cuando por fin la mesa quedó despejada, Brooke se excusó con voz neutra y subió a su habitación —la que había sido de invitados y que ahora era su refugio—. Cerró la puerta con suavidad, apoyándose en ella por un instante. Su pecho subía y bajaba con lentitud. No podía negar la tensión que le recorría el cuerpo. Lo había sentido en cada mirada de él, en cada roce de palabras no pronunciadas.
Se cambió de ropa, buscando comodidad: un pantalón corto de algodón y una camiseta amplia. Dejó el cabello suelto, cayendo en ondas sobre los hombros. Se sentó en la ca