El paso del tiempo no se detuvo, y las sombras de la guerra comenzaron a alargarse más y más sobre el reino. Cada amanecer traía consigo la incertidumbre, mientras cada atardecer dejaba una sensación de derrota creciente, como si el sol mismo estuviera cediendo ante la oscuridad que se aproximaba. Isabella y Alejandro pasaban horas encerrados en las salas de estrategia, consultando mapas, decidiendo sobre los movimientos de sus ejércitos, pero el peso de sus decisiones se hacía más evidente en cada uno de sus rostros. Habían tenido que aprender a gobernar con el miedo al fracaso, sabiendo que cualquier error podría ser fatal no solo para ellos, sino para todo su pueblo.
Por las noches, cuando el eco de la guerra se desvanecía, y el frío se asentaba en los pasillos del castillo, Isabella y Alejandro se encontraban en la quietud de sus aposentos. El silencio entre ellos era, a menudo, más pesado que las palabras. Ambos sabían que el reino les pertenecía en cuerpo y alma, pero también sa