El amanecer llegó de manera silenciosa, como si el mundo estuviera esperando con cautela a ver qué sucedería a continuación. La victoria, aunque celebrada por todos en el reino, no borraba las cicatrices que la guerra había dejado. Isabella y Alejandro, a pesar de su alegría por la supervivencia, no podían dejar de sentir la pena por las vidas que se habían perdido y por la devastación que había dejado la batalla. Los campos y ciudades a su alrededor, aunque liberados, estaban marcados por la destrucción. El eco de la guerra seguía resonando en el aire, como un recordatorio constante de lo que había sido necesario para lograr la paz.
Mientras los últimos restos de los invasores se retiraban y el reino comenzaba a reconstruirse, los dos se retiraron en silencio al castillo. La gente celebraba en las plazas, y los nobles organizaban grandes banquetes, pero Isabella y Alejandro se encontraron más distantes que nunca, como si la victoria misma hubiera creado una brecha entre ellos. La luz