El aroma del ajo dorado me recuerda a mi madre. Siempre dice que una casa sin olor a comida era una casa sin alma. Había preparado más comida de la necesaria, lo sabía.
Milhojas de berenjena, tomate y mozzarella; una ensalada tibia de quinoa con vegetales asados; y pollo salteado con hierbas y un toque de limón. Era demasiado para dos personas, pero los nervios me ganaron durante todo el día después de hablar con Kamal. Cuando Alexander llegó pensé que tal vez estaba así porque se había enterado de lo que hice, pero la manera en que se comporta me dice que hay algo más sucediendo.
Lo observo de reojo desde la encimera. Alexander está sentado a la mesa, con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y los dedos rozando distraídamente el borde de su copa. Su mirada, normalmente firme y calculada, vagaba por el suelo, perdida. Algo le pasa. Lo sé desde el momento en que cruzó la puerta y apenas sonrió. Sin energía, algo que no es propio de él.
—Espero que tengas hambre —digo, tratand