El aire a mi alrededor se ha cargado de una electricidad que me eriza la piel. Siento mis músculos tensos, cada fibra de mi cuerpo en alerta máxima, como si estuviera a punto de enfrentarme a un depredador en la jungla, y en cierto modo, no estoy equivocada. La música de la celebración, antes un murmullo agradable, se ha desvanecido, quedando reducida a un zumbido distante en el fondo de mi mente.
Veo cómo se acerca lenta y deliberadamente.
Aprieto las manos con fuerza a los lados de mi vestido, intentando proyectar una imagen de serenidad y desinterés que está muy lejos de la realidad de mi caos interno. Me obligo a mantenerme erguida. Erguida. La palabra resuena en mi cabeza como un mantra, un mandato para no doblegarme ante su presencia imponente. Cuando llega a estar a solo un palmo de distancia, y la temperatura de mi cuerpo parece subir varios grados. El olor de su colonia me golpea, evocando recuerdos tan vívidos que tengo que apretar los dientes para no gemir de frustración.