El café sabe amargo. Y no por el tostado, sino porque llevo toda la noche sin dormir.
El vapor se eleva en espirales finas desde la taza, chocando contra mi rostro, pero ni el calor ni el aroma consiguen despertarme del todo. Mis ojos arden, mi cabeza late y siento ese vacío estúpido en el pecho que no se calma con nada. Pasé la noche dando vueltas en la cama que Sandra me preparó, con la ropa de la fiesta doblada sobre una silla y el eco de mis palabras —“lo arruiné”— resonando una y otra vez en la oscuridad. Sandra fue amable. Me dejó dormir en la habitación de invitados, me trajo una camiseta suya y un pantalón cómodo. En algún momento me escuchó llorar desde el pasillo, pero no entró. Supongo que entendió que necesitaba llorar sola. Ahora está frente a mí, con su taza entre las manos, el cabello despeinado y esa mirada que dice que quiere ayudar, pero que no sabe cómo hacerlo sin romperme más.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —pregunta al fin, con voz suave.
Miro el borde de la taza, el