CAPÍTULO 70

No miro atrás.

No puedo. Si lo hago, sé que me voy a romper.

Camino con paso firme, o al menos eso, intento. Mis piernas apenas me sostienen mientras me alejo de Alexander, mientras dejo atrás su rostro lleno de esa mezcla de confusión, de herida y de rabia que me perseguirá por mucho tiempo. Siento el murmullo del salón filtrándose entre la música y las risas falsas, la luz dorada reflejándose en los cristales, las copas chocando, el murmullo elegante de los invitados. Todo sigue su curso, ajeno al hecho de que yo acabo de romper algo que no sé si alguna vez podré recomponer.

El aire de la calle me recibe como una bofetada. Es frío, es afilado, y me corta la piel del rostro. Respiro hondo, intentando que el aire helado me despeje, pero lo único que consigo es que mis pulmones ardan. Levanto la mano y detengo un taxi. Cuando la puerta se abre, siento que todo dentro de mí tiembla.

—¿A dónde, señorita? —pregunta el conductor.

Mi voz se quiebra. Dudo. Por un momento quiero decir “al áti
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