Nunca me ha gustado demasiado vestirme para estas ocasiones, aunque no lo admita en voz alta. No es la ropa, ni el maquillaje, ni las luces que parecen escudriñar cada gesto, cada sonrisa. Es el peso. El peso de tener que convertirme en alguien más, en la mujer impecable al lado de Alexander, como si la perfección pudiera ocultar lo que realmente soy y, peor aún, lo que realmente siento.
Me miro en el espejo una vez más, como si necesitara grabar esa imagen en mi memoria. El vestido negro abraza mi cuerpo con precisión, el escote halter recoge mis hombros y deja mi espalda al descubierto, y la abertura lateral en la pierna añade esa pizca de sensualidad que, en otra circunstancia, me habría hecho sentir poderosa. Hoy no. Hoy siento que es mi armadura, y que ni siquiera es suficiente.
Respiro hondo, pero el aire no logra llenar mis pulmones. Me obligo a sonreír frente a mi reflejo, solo para comprobar cómo la sonrisa muere en cuanto nace. Lo intento otra vez, pero no logro engañarme. S