Salgo de la habitación con el pecho apretado, con esa sensación amarga de que todo se me está escapando de las manos. No es la primera vez que discutimos, pero esta vez hay algo distinto en la forma en que Alexander me había mirado antes de entrar al baño. No es solo enojo, ni siquiera celos; era decepción. Y eso, de todas las emociones que puedo despertar en él, es la que más me puede llegar a doler.
Camino por el pasillo, en silencio, descalza, lista para mi día, como si fuera una especie de escudo que me protege de lo que acaba de pasar. El ático está quieto, en calma, demasiado en calma para lo revuelto que tengo yo por dentro. Me acerco a la cocina casi por instinto, buscando ese pequeño refugio que he encontrado en la cafetera desde que llegué aquí.
Aún recuerdo cómo al principio no sabía ni cómo usarla, ni quería hacerlo. Esa máquina es tan de Alexander, tan parte de su mundo ordenado y controlado, que me siento una intrusa tocándola. Pero ahora… ahora es distinto. Ahora ya no