La cocina del ático se ha convertido de cierta manera en mi refugio. No sé si es el mármol blanco, o el contraste cálido de las luces bajo los estantes, o tal vez el silencio mullido que tiene este lugar… como si aquí todo, absolutamente todo, pudiera detenerse. Como si el mundo quedara afuera por completo.
Hoy el aire huele a carne dorándose, a especias, a pan tibio y a hogar.
Es absurdo pensarlo —un ático de lujo, una cocina de revista y Alexander controlando todo con la precisión de un cirujano—, pero, aun así, huele a hogar.
Estoy cortando la lechuga en julianas. La hoja cruje bajo el cuchillo con ese sonido rítmico que me calma más que cualquier ejercicio de respiración. Alexander está a un paso de mí, frente a la parrilla integrada en la isla central, con la camisa remangada y una concentración casi sensual en el rostro mientras voltea los medallones de carne.
La escena debería ser completamente ordinaria, casi doméstica, dos personas preparando una cena sencilla en un día de la