El silencio del ático siempre ha tenido un sonido particular, casi como un susurro cálido que se enreda entre las paredes, las ventanas enormes y la luz suave que se cuela a través de las puertas corredizas. Hay tardes en las que el lugar parece respirar conmigo, acompasando el ritmo de mi corazón, imitando la cadencia ligera de mis movimientos. Hoy es una de esas tardes tranquilas y templadas, casi suspendidas en una calma tan improbable que daba gusto dejarse caer en ella.
Estoy sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y el iPad apoyado sobre mi muslo. El mismo que Alexander me regaló hace ya un tiempo, cuando todo esto empezó. Lo dejé atrás el día que me fui, pero él… él lo guardó. Él lo mantuvo intacto. Y cuando regresé, lo puso en mis manos sin un discurso, sin una pregunta, sin un reproche. “Es tuyo”, me dijo. “Siempre lo ha sido.”
Y ahora es como si nunca lo hubiese dejado. El lápiz se desliza sobre la pantalla con la familiaridad de un hábito antiguo, ajustando colores, so