POV ALEXANDER.
Había colgado el teléfono con el abogado a las seis de la mañana. Mi orden había sido simple, concisa y sin espacio para el debate: “Dame la dirección de la residencia de Aquiles y los extractos bancarios de la cuenta que recibe los pagos.” Solo para sentir un asco tan denso que casi me ahoga.
La manutención cuantiosa, diseñada para cubrir gastos escolares, vivienda y seguro médico del muchacho, llegaba puntual. Pero luego iba a una cuenta de fideicomiso a nombre del hijo de la pareja. Estaban asegurando el futuro de su propio hijo a costa del que supuestamente criaban. Un desvío de fondos que apestaba a cinismo, a explotación pura y dura.
Lo estaban robando. Estaba cabreado y no es por el dinero en sí, que para mí es una cifra minúscula en la cuenta de mi padre, sino que se habían aprovechado de un chico vulnerable y, peor aún, se habían asegurado de que Alexis, mi padre, pareciera el desentendido, el malnacido que no se hacía cargo de nada. Esos desgraciados habían pe