Volver al ático es como cruzar un umbral emocional que no pensé traspasar, pero lo hice. Lo hice con él. Y aunque jamás creí que podría sentirlo así, el ático empieza a parecerme un hogar, nuestro hogar, un lugar donde mi respiración encuentra un ritmo propio que se mezclaba con el suyo sin necesidad de mirarnos.
Conservo mi departamento porque no puedo renunciar a tener un refugio personal. Un estudio para trabajar, para pintar, para desaparecer en colores cuando el mundo real se vuelve demasiado. Y aunque no lo diga abiertamente, Alexander lo entiende. Entiende que necesito un espacio mío, que no quiero depender de nadie, ni siquiera de él, aunque lo amo.
El problema —uno de ellos— es que desde la muerte de Alexis hay un filo invisible tensándolo todo. Aquiles, Charlotte y nosotros en medio, intentando mantenernos firmes mientras las verdades empiezan a salir como espejos rotos.
Charlotte decidió vender la villa. No puedo culparla. Ese lugar debe pesarle como un mausoleo. Alexander