Los días transcurrían en una dualidad extraña. Por un lado, la calma había regresado a la vida pública; por el otro, la tensión subterránea entre los bandos de Alexander y Alan se hacía más densa con cada hora que pasaba. Alexander y yo continuábamos con los preparativos de nuestra boda. El día siguiente estaba marcado en el calendario para una de las citas más emocionantes: la prueba de mi vestido de novia.
Aquella tarde, mientras revisábamos la lista de invitados en el despacho de Alexander, él insistió en un tema.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe mañana, Aurora? —me preguntó Alexander, levantando la vista de los documentos, con una sonrisa juguetona—. Podría esperar en la recepción del taller. Prometo no asomarme.
—Absolutamente segura, Alexander —respondí sonriendo, pero manteniendo la firmeza en mi voz. Me acerqué y me senté en el borde de su escritorio, tomando su mano—. Mañana no.
—Pero, cariño, ¿a estas alturas crees en esas supersticiones? —dijo él, entrece