El aire en el salón de la casa de Alan Harris se hizo tan pesado que Karoline sintió que sus pulmones se colapsaban. El rostro de Arthur Hamilton era su peor pesadilla, y Alan, ajeno a la catástrofe, sonreía con entusiasmo.
—Cariño, este es el señor Arthur Hamilton —dijo Alan, con voz eufórica—. Señor Hamilton, le presento a mi prometida, Karoline Whitmore.
Karoline sintió un pánico helado. Apenas pudo articular una frase.
—Buenas noches —logró susurrar, su voz temblorosa.
Arthur se acercó, su mirada fija en ella con una posesión gélida. Era el depredador disfrutando de la agonía de su presa.
—Un placer, señora Whitmore —dijo Arthur, con una sonrisa pequeña y cruel. Se detuvo a su lado, sin tocarla, pero la proximidad era una tortura—. Permítame decirle que su rostro me resulta extrañamente familiar.
Karoline tragó con dificultad. Necesitaba mantener la fachada.
—No lo creo, señor Hamilton —dijo Karoline, forzando una respiración—. No recuerdo haber coincidido con usted antes.
—Sí,