Aurora estaba destrozada. Las fotografías comprometedoras que habían llegado a su teléfono desde un número desconocido la habían arrancado del mundo. Tirada en el piso de su pequeño departamento, lloraba sin consuelo; era como si le hubieran arrancado el corazón de un solo tajo.
—¿Cómo pudiste hacerme esto? —gritaba entre sollozos—. Yo sé que te dije que quería que continuaras sin mí, pero no pensé que pudieras reemplazarme tan pronto.
Las horas transcurrieron pesadas. En la distancia, Alexander atravesaba otra clase de desconsuelo: angustia e impotencia mezcladas con rabia. Reclamaba a su equipo de seguridad sin reparo alguno por no haber podido localizarla.
—¿Cómo es posible que no tengan ni la más mínima idea de dónde está? —vociferó en el centro de operaciones, golpeando con la palma de la mano sobre la mesa—. ¡Son una sarta de inútiles!
—Señor King, le juro que estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos —respondió el jefe de seguridad—. Nuestra gente no descansa, pero p