El tráfico era insoportable. Avanzaba con el corazón en la garganta, las manos heladas sobre el volante. El mensaje que había recibido minutos atrás seguía parpadeando en mi mente:
“Tu futuro esposo no te quiere tanto como dice. Si quieres comprobarlo, ven a esta dirección.”
No quería creerlo, no podía. Pero algo dentro de mí me impulsó a ir. No era desconfianza, era miedo. Miedo a volver a ser traicionada, a repetir una historia que juré dejar atrás.
Cuando llegué al hotel, sentí que el suelo se me hundía. Pregunté por la habitación que venía en el mensaje y subí en silencio. El ascensor parecía moverse con lentitud tortuosa.
El pasillo estaba desierto. Avancé despacio hasta detenerme frente a la puerta entreabierta. Desde adentro se escuchaban voces.
—Julia, basta —decía Alexander con tono de enojo—. Esto es absurdo, ¡suéltame!
Me asomé apenas. Julia estaba frente a él, semidesnuda y sin ningún pudor, intentando besarlo mientras él la contenía por los brazos, visiblemente incómodo