Karoline gritaba histéricamente en el coche, señalando el mensaje de advertencia.
—¡Es él! ¡Es él! —gritaba Karoline, con los ojos desorbitados—. ¡Ese maldito de Alexander King se está vengando por lo que le hice a la desgraciada de Aurora!
Alan soltó una carcajada seca y sin humor, con toda intención.
—¿De qué te ríes, imbécil? —espetó Karoline, su voz chillona.
—Por primera vez estoy de acuerdo con ese tipo. Es lo menos que te mereces por haber intentado hacerle daño —declaró Alan, su rostro aún contraído por la furia.
—Claro, ahora la defiendes —replicó Karoline, con un sarcasmo venenoso—. Pero antes, te recuerdo cómo disfrutabas lastimarla. ¿O acaso ya se te olvidó que no parabas de humillarla, de hacer que su vida fuera un infierno? Así que no seas hipócrita y no vengas a dártela de santo, porque eres tan infeliz, tan desalmado como lo soy yo.
—¡Cállate, malnacida! Si hice todo eso fue por tu culpa, por tu maldita culpa, porque me manipulaste, me hiciste creer cosas de Aurora que