Camila no responde de inmediato. Me observa en silencio, inmóvil, como si el mundo se hubiera detenido entre nosotros. Su mirada está fija en la mía, sin parpadear, sin permitirse flaquear. Hay un brillo en sus ojos que me desconcierta. No es enojo —lo reconocería al instante—, tampoco tristeza. Es algo más profundo, más callado… una especie de resignación que corta sin hacer ruido. Me atraviesa como una daga suave y lenta.
Entonces, extiende su mano. No tiembla. La posa sobre la mía con una intimidad que no esperaba, que no merezco. Su piel está tibia, y ese simple contacto me desarma. Casi olvido que fue mi mano la que la sujetó primero, como si al tocarme me recordara que sigo aquí, que sigo siendo parte de esto… aunque sea por poco tiempo.
Con una delicadeza que me hace contener el aliento, toma mi mano y la aparta de su brazo. No hay brusquedad, pero el gesto me pesa, como si estuviera arrancando algo más que contacto. Como si me dijera adiós sin decirlo.
—Tienes razón —dice, al