A lo lejos, entre las sombras que proyectan los árboles del jardín, algo se mueve. Una figura, rápida, furtiva. Me congelo. El corazón me da un golpe seco en el pecho, como si intentara avisarme antes que la razón. Algo no cuadra. Nadie más debería estar aquí.
La silueta se escurre entre los arbustos con una agilidad que no pertenece a ningún paseante casual. No hay ruido, ni ramas crujidas, ni siquiera un soplo de viento que me ayude a justificar lo que acabo de ver. Desaparece como si nunca hubiera estado, pero yo lo sé. Lo he visto.
Me acerco al ventanal y clavo la mirada en la oscuridad. Frunzo el ceño. Mis manos se cierran en puños sin que me dé cuenta, tensas, listas. Siento la adrenalina trepar por mi espalda como una descarga eléctrica. Es una sensación conocida, antigua. Esa alerta instintiva que me ha salvado más veces de las que puedo contar. No falla. Nunca ha fallado.
Podría ser uno de los hombres de Montenegro.
Desde el primer día que puse un pie en esta escuela, supe qu