**SANTIAGO**
La oscuridad me envuelve como un abrigo maldito, pesado, sofocante, imposible de quitar. No sé si es la noche, el licor o esta sensación punzante en el pecho lo que me está estrangulando por dentro, pero algo no cuadra. Lo presiento, lo siento como una alarma que no suena, pero vibra desde el centro de mi pecho hasta la base de mi nuca.
No sé en qué momento me rendí. No sé cuándo bajé la guardia, cuándo dejé que el alcohol me venciera. Solo sé que ahora toda gira a mi alrededor como si estuviera atrapado dentro de una botella de vidrio lanzada al mar. Cada parpadeo es un desafío. Cada intento por enfocar la mirada, una batalla perdida. Las luces que pasan por la ventana se estiran, se doblan, se deforman como estrellas fugaces cruzando un cielo borroso.
La ciudad sigue viva allá afuera. Indiferente. Vibrante. Llena de gente que camina sin saber que, aquí adentro, el aire pesa distinto. Aquí todo huele a perfume caro, cuero tratado y tensión contenida. La clase de tensión