Una suave brisa se colaba por el enorme ventanal, sacudiendo las hebras de aquel cabello castaño revuelto y desordenado, mientras el sol besaba cada una de las facciones del chico, quien limpiaba de su rostro una lágrima rebelde.
Aunque apenas tenía 24 años, el cansancio lo hacía parecer mucho más mayor de lo que en realidad era, pues la vida de aquel joven siempre había sido difícil.
La frustración y el desasosiego eran evidentes en su rostro. El dolor y la incertidumbre ya no era algo que sólo pudiera esconder en su alma, pues cada uno de sus gestos lo gritaba sin contemplaciones.
El mundo que conocía se le estaba cayendo a pedazos y no tenía la fuerza suficiente para soportar su peso.
- Mi niño... Los niños lo esperan para comer.- Una mujer mayor y de rostro afable se acercó al chico, mirándolo con tristeza.
- No tengo hambre nana, diles que empiecen sin mí.- El joven contestó con un susurro roto, sin apartar la vista del paisaje.
- Lo sé mi niño, pero debe comer. Si no, ¿De dónde