La tarde avanzaba lentamente, y el calor se apoderaba de la mansión. Los rayos del sol, dorados y abrasadores, entraban a través de los ventanales, iluminando con tonos cálidos la madera oscura de los muebles y los detalles en mármol que decoraban el salón principal. La quietud del momento solo era rota por el murmullo del viento que hacía danzar las cortinas, moviéndose suavemente como si temieran interrumpir la calma.
Desde el baño, Enzo y Amatista salieron envueltos en batas de baño blancas. Aún con las gotas de agua brillando sobre sus pieles, no parecían tener prisa por vestirse. La intimidad que los rodeaba era como un refugio, un espacio donde el tiempo se detenía y el mundo exterior dejaba de importar.
Amatista, siempre activa, fue la primera en moverse con agilidad. —Hace demasiado calor —dijo, más para sí misma que para Enzo, mientras sus pies descalzos hacían un leve eco en el suelo de madera pulida. Se dirigió a la cocina, sintiendo que necesitaba algo que refrescara no so