El ambiente en la mesa se había tornado denso desde la partida de Enzo. Amatista no había dicho nada, pero la inquietud que la invadía era evidente. Sus manos jugaban con el borde de su servilleta, sus ojos se movían de un lado a otro sin enfocarse en nada en particular, y cada tanto se mordía el labio con nerviosismo.
Emilio, que la conocía bien, la observó con atención antes de preguntar con seriedad:
—¿Tú también sientes que algo anda mal?
Amatista levantó la vista y lo miró. No había necesidad de fingir calma.
—Sí —admitió en voz baja.
Emilio apoyó un codo sobre la mesa y entrecerró los ojos.
—¿Deberíamos ir?
Amatista no respondió de inmediato. Pensó por un momento, buscando una confirmación antes de actuar precipitadamente.
—Eugenio, revisa las cámaras. Si capturaron a Diego, debió salir la alerta.
Eugenio asintió y sacó su teléfono.
—Le quité el sonido, pero la alerta debió llegar igual… —tecleó unos segundos y frunció el ceño—. No hay ninguna notificación.
El silencio se apoder