La luz matinal se filtraba tímidamente por los ventanales de la mansión Bourth, iluminando la habitación vacía donde Enzo despertó. Había decidido no volver a compartir el lecho con Rita, ocupando la habitación que solía pertenecer a Amatista. Ese espacio, impregnado de recuerdos, le resultaba más cómodo que la fría presencia de su esposa.
Se levantó sin apuro, tomó una ducha fría que despejara su mente y descendió al comedor. Allí, Rita e Isis ya estaban sentadas, conversando en voz baja y compartiendo un desayuno despreocupado. La escena le provocó una punzada de irritación.
Sin dirigirles una palabra, Enzo se sentó con la misma frialdad que lo envolvía.
—Mariel, sirve el desayuno —ordenó, con voz seca.
La empleada asintió y comenzó a servirle con diligencia.
—¿Algo más que desee, señor Bourth? —preguntó con respeto.
Enzo alzó la mirada, fijándola en Rita con una mezcla de desdén y decisión.
—Sí. A partir de ahora, Rita se encargará de preparar mis comidas. Es su deber como esposa.