El sol de la tarde se filtraba por las ventanas de la pequeña casa de campo, iluminando motas de polvo que danzaban en el aire tranquilo. Había una paz aquí, una rutina sencilla que se había convertido en el bálsamo para sus almas heridas. Un año. Doce meses completos desde que llegaron a este refugio, huyendo del hospital y de los fantasmas que parecían perseguir a Amatista.
Hoy era un día especial. En el centro de la sala de estar, sobre una manta de colores extendida en el suelo, Felipe Márquez, de un año de edad, miraba con ojos muy abiertos un pequeño pastel con una sola vela. No era un niño grande para su edad. Delgado, con una fragilidad que aún persistía en la palidez de su piel y en la sombra que a veces cruzaba sus pulmones, obligándolo a usar un inhalador en las mañanas frías. Pero estaba vivo. Y hoy cumplía un año.
—¡Feliz cumpleaños, mi guerrero! —cantó Amatista, con una voz que sonaba más ligera de lo que había sido en mucho tiempo.
Gustavo y Luisa, a su lado, corearon l