La primavera en el sur de Montresaa teñía los campos de un verde vibrante, y el aire cálido cargaba el aroma de los jazmines que trepaban por la fachada de la modesta casa de campo. Para Amatista, esta rutina se había convertido en un refugio. Sentada en el pequeño porche, vigilaba a Felipe, que jugaba en un corral de madera con un par de cubos de colores. Su hijo, ahora con un año de vida, seguía siendo delgado y pálido, pero sus pulmones habían ganado fuerza. Aun así, cada resfriado, cada cambio de tiempo, era una pequeña batalla que los sumía en la ansiedad.
Gustavo podaba unos rosales a unos metros de distancia, y Luisa canturreaba dentro de la casa mientras preparaba el almuerzo. Era una escena de paz doméstica, un cuadro perfecto de la vida que Amatista había construido como "María". Sin embargo, esa mañana, una inquietud extraña se había apoderado de ella. Era como un presagio, un eco lejano de tormenta en el aire tranquilo.
El sonido de un coche aproximándose por el camino de