Ha pasado un mes, y las paredes del refugio comenzaron a impregnarse con las risas tímidas de niños repitiendo salmos, con las voces suaves recitando oraciones. Calia los miraba como si pudiera salvarlos uno a uno. Como si hablarles de amor y bondad los blindara del infierno al que el mundo los había arrojado, pero llegaron los mareos.
Las náuseas.
El rechazo a ciertos olores, el cansancio repentino, la agitación constante en el pecho. Al principio pensó que era el encierro. La tensión acumulada, pero cuando la doctora la examinó con precisión y rostro grave, su mundo volvió a resquebrajarse.
—Estás embarazada —dijo la mujer con un suspiro contenido—. De la bestia. —Calia tragó saliva, su cuerpo entumecido como si no le perteneciera. —Todavía estás a tiempo —añadió la doctora con un tono bajo—. Puedes deshacerte de él. Aquí nadie te juzgará. No necesitas cargar con eso.
La ex monja levantó la mirada lentamente. Lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos, pero no eran de miedo. Er