—¿Estás listo? —preguntó Aleckey.
La niebla matinal aún se aferraba a la tierra cuando Aleckey y Zadkiel caminaron en silencio por el sendero de piedra que conducía al altar ceremonial. Solo el crujir leve de sus pasos y el susurro del viento entre los árboles acompañaban la caminata. Los dos hombres, tan parecidos y tan distintos, compartían un momento suspendido en el tiempo.
Zadkiel soltó una pequeña risa, seca y nerviosa.
—He entrenado para esto toda mi vida. Pero no sé si eso me hace estar listo.
Aleckey se detuvo frente a él y lo miró de frente. Su ojo, verde como un bosque en plena primavera, brillaban con una intensidad solemne.
—No hay preparación que te haga sentir listo —dijo con calma—. Pero el trono no se entrega a quien está seguro, sino a quien está dispuesto.
Zadkiel asintió lentamente. Su respiración era controlada, pero su corazón latía con fuerza.
—No quiero fallarles. A ti. A mamá. A todos los que me enseñaron lo que significa proteger.
Aleckey colocó una mano sobr