Cinco años después, la vida de Briella y Zadkiel transcurría en calma. Vivían juntos en una cabaña de madera construida por él mismo, en un claro rodeado de pinos jóvenes, no muy lejos de la mansión real. La casa olía a leña, a miel y a tierra húmeda. Allí, sin el peso de los muros de la mansión, ni el protocolo de la corte, eran simplemente ellos.
Los primeros rayos del sol se filtraban a través de las ventanas, proyectando sombras doradas sobre las paredes de madera. En la cama grande del segundo piso, cubiertos por sábanas revueltas, dormían Briella y Zadkiel, envueltos uno en el otro, desnudos. Ella, con el cabello desordenado sobre la almohada, tenía una pierna sobre la cadera de él; él, abrazándola con la mano en su cintura, respiraba despacio, con el corazón aún latiendo en sincronía con el de ella.
Despertaron sin prisa, con la lentitud propia de quienes no tenían deberes inmediatos, Briella abrió los ojos primero y se estiró entre las sábanas. Zadkiel, con los ojos aún cerrad