Briella lo miró con horror. Estaba diferente al hombre de anoche, los ojos rojos e inyectados de rabia, la mandíbula tensa, el rostro cubierto de sudor y barro seco. Tenía la mirada de alguien que había perdido toda razón.
—Si haces un solo ruido, le rompo el cuello —dijo con una calma tan aterradora que a Briella se le heló la sangre.
—No… por favor, déjala —suplicó, alzando las manos.
—Entonces vienes conmigo. Ahora —la señaló con el mentón—. Te alejaste de mí. Me dejaste solo. Me traicionaste… y ahora tú me vas a devolver lo que me quitaste.
—No te he quitado nada —susurró ella, sin dejar de mirar a Gaia, que pataleaba y lloraba en silencio.
—¡Te fuiste con ese maldito ciego! ¡Con esa bestia que cree que puede arrebatarme todo! —bramó, con los ojos desorbitados—. Pero no, Briella… yo todavía tengo poder. Todavía tengo elección. Me perteneces.
Briella tragó saliva.
Sabía que no podía hacer nada que pusiera en riesgo a Gaia. La ni