No podía ser posible. Calia lo pensaba mientras el silencio se extendía como un manto espeso y sofocante después del reclamo de Dimitri.
La monja Aria permanecía paralizada, con el rostro desencajado, observando cómo aquel hombre avanzaba con ojos brillantes de posesividad, su presencia emanando una autoridad feroz y salvaje.
—¡No te le acerques! —bramó Calia, interponiéndose entre ambos con los brazos extendidos, como un escudo desesperado.
Un gruñido profundo, gutural y primitivo emergió del pecho de Dimitri.
—Es mi luna —gruñó con fiereza, sus colmillos apenas asomando entre sus labios.
—No la vas a tocar —sentenció Calia, su ceño fruncido y su postura firme. No iba a permitir que su amiga sufriera el mismo destino que ella, o quizá algo mucho peor, a manos de aquel alfa salvaje. Aria había sido testigo de cómo Dimitri casi había asesinado a Aleckey; sabía que no se detendría si alguien intentaba oponerse a él.
—Calia —la voz de Aleckey la obligó a volverse. Su mirada era una adver