El primer día de la semana llegó con una radiante luna nueva por lo que más de treinta jóvenes se encontraban en un extenso claro del territorio de Aleckey fuera de los muros que protegen la aldea del rey.
Calia, de pie junto al alfa y los miembros del consejo, observaba con el estómago revuelto cómo los jóvenes lobos caían al suelo, sus cuerpos retorciéndose de dolor mientras la transformación tomaba control de ellos. Sus gritos eran desgarradores, un coro de sufrimiento que llenaba el aire helado de la noche. Algunos lograban resistir, sus huesos crujiendo mientras su forma cambiaba, pero otros… otros simplemente no sobrevivirían.
La monja tenía sus uñas encajadas en la palma de su mano tachando ese acto como algo barbárico. No podía llamarlo de otra manera. Verlos suplicar mientras sus cuerpos se fracturaban y se reconstruían le parecía inhumano, y lo peor era la indiferencia con la que los lobos adultos observaban. Era un rito de paso, una prueba que todos debían superar. Pero Cal