—¿Te incomodé? —preguntó Zadkiel de pronto, soltándola por completo. Su voz era casi un susurro.
Briella negó con la cabeza, pero al recordar que él no podía verla, lo dijo en voz baja.
—No… no me incomodaste.
Silencio.
El viento sopló con suavidad, moviendo una de las mechas sueltas del cabello de ella, Zadkiel alzó la mano lentamente y, sin tocarla aún, esperó. Briella no se apartó. Entonces sus dedos acariciaron el mechón, lo retiraron del rostro con delicadeza, y luego descendieron con un temblor apenas perceptible por su mejilla.
Ella cerró los ojos.
—Eres cálida —murmuró él.
—Tú también.
Sus respiraciones se acompasaron. Por un instante no existió nada más: ni el pasado, ni los miedos, ni las habitaciones silenciosas de la mansión. Solo el jardín, la luna, y ellos dos.
Pero ella retrocedió un paso. No porque no lo deseara, sino porque no entendía por qué su cuerpo lo reconocía con tanta fuerza. Él era un extraño. Un príncipe lobo. Y sin embargo, su presencia era más reconfortant