El amanecer llegó suave, como un susurro entre las cortinas. Cuando Calia abrió los ojos, el primer sonido que escuchó fue el arrullo suave de su hijo, Zadkiel, de un mes apenas, estaba entre ambos, dormido aún, con los puñitos cerrados sobre el pecho.
Aleckey no se había movido.
Estaba tendido junto a ella, con una mano sobre el pequeño, vigilante incluso en su descanso, Calia se permitió observarlo sin interrupciones. Los rasgos fuertes del rey alfa estaban más relajados ahora, como si el simple acto de estar junto a ellos desarmara algo en su interior.
—Buenos días —murmuró ella, acariciando la cabellera roja del bebé.
—Buenos días —respondió él, sin abrir el ojo.
Zadkiel emitió un ruidito suave y se estiró entre ambos, haciendo que sus padres se acercaran un poco más. Calia soltó una risita baja.
—Está creciendo tan rápido…
—Es fuerte —dijo Aleckey—. Tiene tu espíritu… y tu testarudez.
—Y tu ceño fruncido cuando duerme —añadió ella.
Se miraron.
El instante se llenó de ternura. De