Clara acababa de terminar de barrer la galería cuando oyó el motor de un coche estacionar frente a la casa. Se asomó por la ventana, con el ceño fruncido.
Un coche negro. Elegante. Con chofer.
—No puede ser… —murmuró, sintiendo cómo el estómago le daba un vuelco.
La puerta trasera del vehículo se abrió y, como salido de un sueño extraño, apareció don Rafael, con su bastón de madera noble y su sombrero a tono. La misma presencia imponente de siempre, pero con los hombros más caídos y la mirada… más cansada.
Clara se secó las manos en el delantal y salió antes de que tocara el timbre.
—¿Don Rafael?
—Clara, hija… —dijo él, sonriendo con una calidez que desarmaba—. ¿Podemos hablar un momento?
—¿Ha pasado algo? ¿Es Gonzalo? —preguntó de inmediato, con el corazón acelerado.
—No, tranquila. Gonzalo está bien… viajando por negocios. He venido por mi cuenta. Porque necesitaba verte.
Ella frunció los labios, indecisa, pero finalmente le abrió paso.
—Pase. No prometo café de lujo, pero hay limon