—¿Estás segura de que quieres ponerte eso? —preguntó la abuela Milagros, con el ceño fruncido y una mano en la cadera—. Parece que vas a un entierro con glamour.
Clara suspiró frente al espejo. El vestido azul marino caía con suavidad sobre su figura, disimulando la curva incipiente de su vientre. Había elegido ese en lugar del rojo, que Paula había mandado por mensajería, porque el azul la hacía sentir más… protegida. Invisible, si era posible.
—Es lo más neutro que tengo —murmuró, mientras se recogía el pelo en un moño bajo.
—¿Neutro? Hija, pareces un anuncio para funerarias. Ponte unos pendientes, al menos. O te van a confundir con el servicio.
—Abuela… —suspiró Clara, conteniendo una sonrisa nerviosa.
—Yo solo digo —replicó Milagros, encogiéndose de hombros.
Desde la puerta, su hermana pequeña la miraba con ojos muy abiertos.
—Estás muy guapa, Clara —dijo con esa dulzura que solo tienen los niños cuando no mienten.
—Gracias, mi amor —respondió ella, agachándose para abrazarla.
Su