No hubieron recriminaciones, sólo un adiós callado, irrevocable… y por eso mismo, infinitamente más cruel.
Gonzalo se quedó de pie en el recibidor, mirando la puerta como si pudiera con simple fuerza de voluntad. Como si pudiera devolver el tiempo, desandar cada duda, cada palabra no dicha, cada elección que lo había llevado hasta ese instante.
Pero el tiempo, como Clara, no esperaba a nadie.
Recorrió sin rumbo fijo las calles que no recordaba haber cruzado. En su oído aún resonaba la frase: «No te odio. Pero tampoco te quiero cerca».
Se repetía en bucle, como un mantra triste que no ofrecía redención.
No sabía cuánto tiempo llevaba conduciendo cuando finalmente aparcó frente a su edificio. Subió las escaleras casi en automático, como si cada peldaño pesara el doble. Al entrar a su piso, el silencio la envolvió con una frialdad hiriente. Se dejó caer en el sofá, con las manos apoyadas sobre las rodillas, la cabeza gacha y el alma hecha jirones.
—¿Cuándo te volviste esta versión de ti?