El olor a cuero, perfume caro y lujuria reprimida impregnaba cada rincón del club. Mateo detestaba ese sitio. No porque juzgara lo que allí pasaba —cada quien con sus deseos—, sino porque sabía lo que representaba para Gonzalo: evasión, ruina camuflada de poder. Refugio cuando estaba a punto de estallar.
Un hombre del staff lo saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Gracias por venir. Está en el reservado de siempre. Ha bebido más de lo habitual.
Mateo suspiró y caminó entre las luces tenues, ignorando las miradas curiosas, hasta llegar a la puerta del fondo. La empujó con fuerza.
Allí estaba Gonzalo.
Despatarrado en un sillón de cuero negro, con la camisa desabotonada, los ojos vidriosos y un vaso de whisky en la mano. A su lado, una mujer que claramente no sabía si quedarse o huir ante la tensión que acababa de entrar.
—Puedes irte —le dijo Mateo a la chica, sin rodeos.
Ella asintió y se esfumó como por arte de magia.
—¿Otra vez esto, tío? —espetó, cerrando la puerta detrás de sí