Clara sostenía la taza de té entre las manos, como si el calor pudiera sostenerla a ella. Paula y Martina la miraban desde la mesa, en silencio. Había algo en el aire, algo que Clara no podía seguir guardando.
—Me voy a ir —dijo de pronto, y la frase quedó suspendida, como una piedra lanzada al agua.
Martina frunció el ceño.
—¿Cómo que te vas? ¿A dónde?
—A casa. A mi pueblo. Con mis padres.
Paula se incorporó en su silla, con el ceño apretado.
—¿Estás segura de eso? ¿Después de todo lo que pasaste, ahora vas a dejar que te empujen fuera de tu propia vida?
Clara negó despacio. Las palabras le dolían en la garganta, pero estaban decididas.
—No es que me empujen. Es que ya no me queda nada aquí. Ya no puedo reconstruir lo que perdí. Todo lo que soñé… ya no tiene sentido. Me echaron, me humillaron, me usaron. Y ahora, estoy embarazada, sola, y no sé qué va a pasar mañana.
Martina se levantó, fue hasta ella y le tomó la mano con suavidad.
—No estás sola.
—Lo sé. Y os agradezco tanto… tanto