El reloj marcaba las ocho en punto cuando el teléfono fijo de don Rafael sonó. Solo una persona usaba esa línea directa. Respondió en tono seco:
—Habla Ferraz.
La voz al otro lado era la del detective que había contratado semanas atrás para investigar lo que la empresa no podía. Fernando y Valeria eran astutos, pero no más que él.
—Don Rafael, se movieron grandes sumas anoche. Transferencias pequeñas desde cuentas diferentes, pero con destino común: una wallet en criptomonedas, en las Islas Vírgenes.
Rafael cerró los ojos por un segundo. Luego se incorporó con una energía sorprendente para su edad.
—¿Puede bloquearlo?
—Podemos congelar temporalmente la salida de esos fondos. Pero necesitamos una orden judicial cuanto antes.
—La tendrá. Prepare los documentos. Yo me encargo del juez.
***
A media mañana, don Rafael estaba sentado en una pequeña sala privada del juzgado, frente a un magistrado que le debía más de un favor. No hubo necesidad de detalles, solo hechos fríos y evidencias sól