El sonido de una llave girando en la cerradura rompió el silencio del piso como un disparo en la niebla.
—¿Clara? —llamó Paula apenas empujó la puerta—. ¿Estás viva o nos vas a obligar a llamar a la policía?
—¡No contesta los mensajes desde anoche! —añadió Martina, entrando detrás con una bolsa de papel colgando del brazo—. ¡Y ayer se fue con una cara que ni los bizcochos pudieron salvar!
Ambas se quedaron en el recibidor, como dos inspectoras entrando a la escena del crimen. Solo que en lugar de guantes y placas, llevaban croissants y una botella de zumo de naranja.
—¿Clara? —insistió Paula, avanzando con cuidado hacia el salón.
La respuesta llegó en forma de un gemido apagado desde el sofá.
Allí estaba. Hecha un ovillo bajo una manta, con el pelo revuelto, ojeras marcadas y la expresión de quien se ha peleado con el mundo entero… y ha perdido.
—Dios mío, pareces una mezcla entre Bridget Jones y un gato mojado —murmuró Martina, dejando la bolsa sobre la mesa.
—Me arrepiento de haberle