El ruido del portazo aún retumbaba en su cabeza cuando Gonzalo entró de nuevo en la oficina. Mateo cerró detrás de él, sin decir nada.
Gonzalo se pasó ambas manos por el rostro, como si pudiera borrarse la culpa con un simple gesto.
—¿Quieres hielo? —preguntó Mateo, señalando sus nudillos enrojecidos.
Gonzalo negó, con un gesto brusco.
—¿Quieres hablar?
Otra negativa.
Mateo se dejó caer en una silla, lo observó en silencio y, finalmente, dijo:
—No te reconozco cuando estás así.
Gonzalo se detuvo en seco, giró hacia él con el ceño fruncido.
—¿Así cómo?
—Como un crío al que le quitan su juguete favorito. Estás enfadado, lo entiendo. Pero eso no justifica que le sueltes un puñetazo a alguien que, al menos hasta donde yo vi, solo intentó defenderla.
Gonzalo apretó la mandíbula, sintiendo cómo el peso de sus propios actos se le venía encima.
—No fue solo por eso. Fue todo. La sospecha, la campaña filtrada, Fernando, el puto ficus... —se dejó caer sobre el sofá de cuero negro—. Me estoy volv