La sala de espera olía a desinfectante, café barato y nervios. Clara sentía que el corazón le palpitaba más en el estómago que en el pecho. Estaba acostumbrada a ir sola, a rellenar los formularios sola, a escuchar las palabras de la obstetra sola. Pero esta vez, Gonzalo estaba a su lado. Sentado. En silencio. Demasiado recto para parecer relajado.
Ella hojeaba una revista de hace tres años sin leer una sola línea. Él movía una pierna, sin parar.
—¿Siempre se tarda tanto? —preguntó él, rompiendo el silencio.
—Es sanidad pública, no una junta de accionistas —respondió Clara, sin mirarlo.
Él sonrió con los labios apenas.
—¿Y... cómo es la doctora? ¿Buena?
—Es seca. Pero profesional. No sonríe mucho, aunque una vez me ofreció una galleta. Creo que fue su manera de ser amable.
—Mejor que me ofrezca una galleta antes que una opinión.
—Tranquilo, no es psicóloga.
La puerta se abrió. Una enfermera llamó su nombre.
Clara se levantó despacio, con una mano en la espalda. Gonzalo hizo ademán de