No era jueves. No había cita médica. Ni un motivo claro para presentarse. Pero aun así, Gonzalo se encontraba frente a la casa de Clara, con un ramo de margaritas en una mano y el corazón dándole golpes contra las costillas.
Había pasado solo unos días desde la fiesta patronal, pero la sensación de su cuerpo cerca del de Clara durante aquel baile aún lo perseguía. Ese beso, breve pero brutalmente esperanzador, lo tenía como un adolescente idiota. O peor. Como un adulto enamorado.
Lucía, la hermanita de Clara, jugaba en la vereda con una amiga. Al verlo, soltó una sonrisita llena de picardía.
—¡Hombre, el madrileño! —exclamó—. ¿Vienes a ver a mi hermana?
—Sí, si está… —Gonzalo se aclaró la garganta—. Solo quería saludar.
Lucía miró a su amiga con cara de “te lo dije”, y luego señaló la puerta abierta.
—Está en la cocina, canta como si no hubiera nadie en casa. Pasa, pasa, pero no le digas que te dejé entrar. Quiero ver cómo se asusta.
—Gracias, conspiradora —susurró él con una sonrisa,