Al llegar, el aire del pueblo le golpeó con esa mezcla de pan recién hecho, leña húmeda y tierra. Respiró hondo. Le gustaba esa sensación. Le gustaba todo lo que, sin saberlo, lo acercaba a Clara.
Tocó el timbre de la casa a las once en punto. Nada de llegar tarde, no esta vez. El que abrió la puerta fue el padre de Clara. Mismo gesto de siempre: ceño fruncido, mirada severa, brazos cruzados.
—Buenos días, don Luis.
—Ajá —fue todo lo que recibió como respuesta antes de que el hombre se girara y se alejara, dejándolo a su suerte.
Gonzalo suspiró. Bienvenido al infierno.
—¡Abueeeeeela! ¡El madrileño ha vuelto! —gritó la voz chillona de la hermanita de Clara desde algún rincón de la casa.
—¿Y viene solo o trae a su terapeuta esta vez? —respondió la abuela, saliendo con su bata de flores, la bufanda tejida y una mirada que podía atravesar el acero.
Gonzalo sonrió con torpeza.
—Le traje esto, doña Milagros —le tendió la caja de bombones—. Es de una chocolatería belga. Artesanal.
Ella la ob