La fiesta seguía, pero Gonzalo no podía oír ni ver nada más. Solo la buscaba a ella. Entre copas, vestidos y rostros conocidos. Como un náufrago que atisba un faro entre la niebla.
Finalmente, la encontró en uno de los balcones laterales. Estaba de espaldas, con los brazos apoyados en la baranda. El vestido claro que llevaba se movía suavemente con el viento. El pelo recogido en una trenza suelta le dejaba el cuello al descubierto. Gonzalo sintió que todo lo que tenía que decirle se le amontonaba en la garganta.
Dio un paso. Luego otro.
Ella se giró, apenas. No se sorprendió. No dijo nada.
—Clara —pronunció él, con la voz más baja de lo que quería.
Ella se quedó quieta. Ni un parpadeo.
—No te acerques más —dijo, sin levantar la voz—. No estoy de humor para escuchar disculpas vacías.
Gonzalo se detuvo en seco.
—No son vacías —respondió—. Son tardías, eso sí. Pero no vacías.
—Tarde, Gonzalo. Eso es lo que ha sido todo contigo: tarde —replicó, con una calma que dolía más que cualquier gr